Los cadáveres de sus compañeros muertos de frío fueron los últimos parapetos de los soldados alemanes en la batalla de Stalingrado, la mayor carnicería de la historia, donde se decidió la suerte de la Segunda Guerra Mundial. A orillas del Volga se desvaneció definitivamente el mito de la invencibilidad de la máquina bélica de Hitler. Hace cincuenta años capitularon los últimos focos de resistencia en la bolsa de Stalingrado, el 31 de Enero el del sur, y el 3 de febrero el del norte.
Allí Gregori Zukov, el mismo general ruso que luego entraría victorioso en Berlín en mayo de 1945, acabó con el legendario VI Ejército Alemán.
De los 284.000 hombres que habían quedado cercados por el Ejército Rojo el 22 de noviembre, murieron 146.000 en poco más de dos meses, la aviación evacuó 34.000 heridos y el resto -más de 100.000- cayeron prisioneros, de los que solo 6.000 volvieron a Alemania. De ese VI Ejército, orgullo del militarismo alemán, había dicho Hitler en Agosto, cuando sus carros de combate rodaban por la polvorienta estepa hacia Stalingrado, que era una fuerza invencible con la que el Tercer Reich podía conquistar el cielo.
El último radiomensaje recibido del VI Ejército fue el parte del tiempo del 2 de Febrero de 1943: "Temperatura 31 grados bajo cero STOP Stalingrado cubierta por la niebla STOP la estación meteorológica se despide STOP Saludos a la patria STOP". La propaganda nazi orquestada por Goebels ocultaba todavía la amarga realidad, pero como preludio de la tragedia, buscando símiles heroicos en las viejas sagas nórdicas a las que Richard Wagner, había puesto música, el diario oficial, el Völkischer Beobachter, anunciaba que los soldados alemanes estaban luchando en Stalingrado como los nibelungos contra los hunos.
El final fue patético. No morían como héroes de la superior raza germánica, sino desesperados y hambrientos o acribillados por las balas, aplastados por los tanques o despedazados por la artillería o los cohetes Katiuska o los lanza proyectiles conocidos como Organos de Stalin. Desde que empezó la última ofensiva rusa, el 10 de enero, ya no se luchaba, solo se moría.
El
24 de enero, Paulus describe la situación en un mensaje enviado
por radio a Berlín: "Es terrible. Tenemos por lo menos 20.000 heridos
a los que no hay posibilidad de atender y otros tantos soldados padecen
congelamiento en distintas partes del cuerpo. Las escenas de la catástrofe
son indescriptibles". Otro testimonio habla del olor pestilente a sangre,
pus y excrementos en los sótanos de los edificios en ruina donde
se habían trasladado heridos sin poder atenderles por falta de medicamentos.
Permanecían casi todo el tiempo en la oscuridad, pues los sanitarios
procuraban ahorrar las velas de sebo que aun les quedaban para iluminarse.
Ya
no podía llegar ningún avión a las tropas sitiadas,
porque se acababa de perder el último aeropuerto, la pista de Pitomnik.
De allí había despegado el día anterior un Junker
con 19 heridos y 7 sacas de correo. Contenían cartas de los soldados
a sus familias en Alemania, conscientes la inmensa mayoría de los
que habían podido escribir y enviarlas de que era su último
adiós.
Casi ninguna llegó entonces a su destino. El Junker sobrevoló las líneas enemigas hasta aproximadamente 60 kilómetros al sur, donde habían quedado inmovilizadas las fuerzas alemanas procedentes de la región del Cáucaso, que mandaba el General Von Manstein. Pero cuando las cartas llegaron a Alemania, la mayoría fueron confiscadas por orden de Goebels.
Sus destinatarios no las recibieron hasta años después, ya concluida la guerra. Relataban su tragedia, en general sin reflejar derrotismo, pero dudando que la manera de morir a estas alturas de la batalla de Stalingrado fuera útil a la patria o dejando claro que sabían que estaban abandonados a su destino, que el Führer le había dejado en la estacada.
La mayoría de los que sobrevivieron murieron después en el cautiverio. Decenas de miles de prisioneros de guerra (condenados como mínimo a 25 años de trabajos forzados) participaron en condiciones precarias de alimentación y sanidad en la reconstrucción de Stalingrado y muchos pasaron después por los campos de concentración de Siberia.
Paulus y sus generales se habían dejado convencer por Hitler y el general Von Manstein, que comandaba las fuerzas alemanas en el sur de la Unión Soviética, hasta la región del Cáucaso, de que recibirían refuerzos y de que se iba a romper el cerco de Stalingrado. Se dejaron engañar por su fe absurda en el Führer, aunque un análisis de la situación militar le hubiese bastado para comprender lo imposible de las promesas.
Al quedar las 20 divisiones alemanas del VI Ejército, más dos de sus aliados rumanos y un regimiento croata, sitiadas el 22 de noviembre en una bolsa de unos 60 kilómetros de larga por unos 40 de ancha, el mariscal Goering, responsable de la aviación del Reich, se comprometió con Hitler a abastecer por aire a los 284.000 hombres. Hubieran sido necesarios, como mínimo, 650 aviones de transporte Junker 52, pero la Luftwaffe sólo disponía en total de 750 y buena parte de ellos estaban en Italia.
De los 300 en la región del Don, desde donde se organizó el puente aéreo con la bolsa de Stalingrado, sólo 100 se hallaban idóneamente equipados para esta misión. Era necesario transportar entre 500 y 750 toneladas diarias, bien aterrizando dentro del territorio cercado, bien haciendo lanzamientos desde el aire. Por término medio, en las primeras semanas no se pasaba de 100 toneladas.
En enero los suministros eran ya muy escasos y gran parte de los paquetes arrojados desde el aire quedaban inaccesibles en la nieve, ya que los soldados exhaustos y amenazados por el fuego enemigo, no podían recuperarlos o eran los rusos quienes los recogían. En aquel crudo invierno la Luftwaffe tenía que pasar a menudo días sin poder volar a causa del hielo, la nieve, las ventiscas y la niebla, mientras los soviéticos disponían cada vez de mas artillería antiaérea y de cazas.
Ya a primeros de Diciembre la tropa sitiada únicamente comía caliente cada dos días, el resto del rancho era a base de embutidos y pan, cuya ración se redujo a partir del 30 de Diciembre a una rebanada diaria. En algunas posiciones, pasaban hasta una semana sin recibir provisiones. El día de Nochebuena el rancho festivo consistió en carne de caballo y pan. Durante el cerco a Stalingrado el VI Ejército se comió los 10.000 caballos y mulos de carga de que disponía. En agosto de 1942, en una ofensiva de avance rápido, como las de Blitzkrieg, la guerra relámpago con la que Alemania había comenzado la Segunda Guerra Mundial, las divisiones acorazadas del VI Ejército habían llegado a orillas del Volga ante Stalingrado. Militarmente no parecía difícil ocupar esa ciudad industrial, de importancia estratégica para el transporte fluvial por el Volga y el Don, gran nudo ferroviario y último obstáculo en el camino hacia las riquezas petrolíferas, carboníferas y de manganeso del Cáucaso.
Durante
el asedio, los rusos cruzaban el Volga todas las noches para dejar heridos
en la otra orilla no ocupada por los alemanes y recoger víveres
y munición. Por el río llegaban además tropas de refuerzo.
Hitler se puso nervioso y advirtió a sus generales que si no aniquilaban
al enemigo a orillas del Volga para seguir avanzando hasta apoderarse del
petróleo de los yacimientos de Grosny tendría que liquidar
la guerra. La resistencia de Stalingrado impedía además seguir
hacia la frumentaria zona del Don, a la que Goebbels se había referido
como la "bolsa de pan de Europa". FONT>
El
mundo estuvo pendiente de la batalla de Stalingrado desde Agosto de 1942
hasta Febrero de 1943. La orden de Stalin era "ni un paso atrás".
Los comisarios políticos, al frente de los cuales estaba Nikita
Jruchef (luego impulsor de la desestalinización como dirigente de
la Unión Soviética, que en 1961 decretó que la ciudad
volviera a llamarse Volgrado, como antes de 1925), se encargaban de que
se cumpliera el mandato de Stalin matando a balazos a quien abandonaba
una posición. En el bando alemán, donde se luchaba bajo el
lema venceremos por que tenemos que vencer, se fusilaba a quien
intentaba desertar.
El terror de los comisarios y el fanatismo patriótico dominaron ambas partes. Se luchaba en las ruinas de las casas o piso a piso donde aun quedaban edificios en pie. Cuando se acababa la munición, a bayoneta calada, cuerpo a cuerpo. Peor equipados y entrenados, los soviéticos pagaron un altísimo tributo de sangre sobre el que los historiadores no se han puesto de acuerdo. Debieron morir más de 300.000 hombres y mujeres, la mayor parte milicianos improvisados entre obreros, campesinos y miembros del Komosol, las juventudes comunistas. Combatieron con tanto heroísmo como los soldados a las órdenes del general Zukov, que tenia su puesto de mando en los sótanos de un edificio en ruinas a orillas del Volga.
Fueron meses de infierno, de un asedio que comenzó el 12 de Agosto; ya no quedaban en poder más que un par de manzanas de edificios en ruinas cuando el 19 de noviembre empezó la contraofensiva del Ejército Rojo. El día 23, en medio de una copiosa nevada, dos columnas de tanques soviéticos procedentes de direcciones distintas se juntaron en el puente sobre el Don en Galaj. En el mismo lugar donde habían llegado victoriosos tres meses antes, en los calores del estío, los Panzer que formaban la punta de lanza del avance del VI Ejército, que luego quedó sitiado en una ratonera que cambió de signo no solo la batalla de Stalingrado, sino la Segunda Guerra Mundial, y por tanto la historia de la humanidad.
En ningún otro lugar del mundo en la historia de la guerra hubiera podido ser tan verdad con en Stalingrado el que una retirada a tiempo es una victoria. Pero Stalingrado se había convertido en un símbolo, en el prestigio del Tercer Reich. Hitler minusvaloró la capacidad del Ejército Rojo. La situación en aquel crudo invierno de la guerra en Rusia se había tornado insoportable para las Fuerzas Armadas del Reich. Una vez cercado el VI Ejercito por un enemigo superior en número, que luchaba en su propio territorio y con capacidad de ir concentrando mayores contingentes de tropa y armamento, era insostenible mantener la ocupación en la cuenca del Volga y en la región del Cáucaso, donde los soldados alemanes luchaban ya en retirada sin haber conseguido llegar a las zonas petrolíferas.
El
Führer: ¡... Entonces, se rindieron como unos cobardes!
En casos semejantes, hay que hacer el erizo hasta el fin y, con el último
cartucho, levantarse la tapa de los sesos...
Zeitzler:
No puedo creerlo. Estoy convencido de que él (Paulus) debía
estar gravemente herido.
El
Führer: No. Seguramente es exacto. Y verá usted como
los rusos van... (falta una parte del texto)... los llevarán a Moscú,
o los confiarán a la G.P.U. Schmidt (Jefe de estado mayor de Paulus)
firmará todo lo que le pongan delante. El hombre que no tiene valor,
en estos instantes de tomar el único camino posible, no es capaz
tampoco de resistir a las solicitudes. Entre nosotros hemos cultivado demasiado
la inteligencia, en detrimento de la fuerza de voluntad...